Hace unos días, cuando circulaba por las calles de Polanco, en los breves segundos que dura un alto, varias personas en sillas de ruedas se aprestaron a solicitar una limosna a los conductores de los autos.
-“A estos sí les voy a dar” –le dije a mi acompañante- “no tienen otra manera de obtener ingresos”.
Mi acompañante asintió con la cabeza, reflexionó por unos segundos me dijo:
-“Bueno, si pueden trabajar. Tienen todo bien excepto las piernas. Ahora con la computación pueden hacer prácticamente cualquier cosa: diseño gráfico, ventas, atención a comunidades, contabilidad.
-“Pero eso requiere de recursos, internet y equipo, además de conocimientos- repliqué un poco indignado porque en el fondo sabía que tenía razón.
-“Sí, no todos podrían –agregó-, pero también pueden coser, bordar, hacer cualquier actividad manual”.
La discusión se alargó por un buen rato, pues siempre me he quejado con mis convivientes de la forma en como sociedad hemos permitido que crezca la indigencia. No tenemos programas de atención y los dejamos habitar en las calles con una especie de sentimiento de culpa colectiva por no darles oportunidades. Mi punto de vista es que estamos creando una capa social que piensa que la única forma de vida es pedir ayuda provocando lástima, entre más grande y dramática, mejor; haciendo a un lado el hecho de que, ese portento de inteligencia que es el ser humano que habita hoy este mundo, es el resultado de una evolución que ha perfeccionado nuestro cuerpo y mente para sobrevivir en circunstancias difíciles.
Bajo esta lógica de modo de pensar, cada vez que damos una limosna, estamos fortaleciendo esta visión del mundo construido en torno a la lástima.
El problema es que, de un modo u otro, estamos todos conscientes de que esto no se va resolver simplemente negando una limosna, como tampoco se resuelve la vida con los pocos pesos que damos a estas personas. Entonces viene la pregunta ¿qué hacer en lugar de dar limosnas?
El fin de semana pasado encontré una respuesta. Podemos impedir que la gente vaya cayendo sin esperanza en esta alternativa si procuramos que su entorno sea lo suficientemente productivo para permitirles vivir dignamente. En la tienda naturista Manzana Gourmet ubicada en Miguel Ángel de Quevedo en el sur de la Ciudad de México, encontré un exhibidor que vendía productos de la marca Pueblos y Selvas, en donde explicaba que además de ser productos orgánicos, se buscaba que los productores tuvieran mejores ganancias.
El producto es en efecto unos pesos más caro, pero su diferencia es similar a lo que damos en limosnas, por lo que es un esfuerzo que tiene sentido.
Es probable que detrás de estas marcas haya una cadena de corrupción que no beneficie a los productores reales, esperemos que no sea así. De cualquier forma, los limosneros de las calles también están manejados por otras cadenas de la misma naturaleza.
-“A estos sí les voy a dar” –le dije a mi acompañante- “no tienen otra manera de obtener ingresos”.
Mi acompañante asintió con la cabeza, reflexionó por unos segundos me dijo:
-“Bueno, si pueden trabajar. Tienen todo bien excepto las piernas. Ahora con la computación pueden hacer prácticamente cualquier cosa: diseño gráfico, ventas, atención a comunidades, contabilidad.
-“Pero eso requiere de recursos, internet y equipo, además de conocimientos- repliqué un poco indignado porque en el fondo sabía que tenía razón.
-“Sí, no todos podrían –agregó-, pero también pueden coser, bordar, hacer cualquier actividad manual”.
La discusión se alargó por un buen rato, pues siempre me he quejado con mis convivientes de la forma en como sociedad hemos permitido que crezca la indigencia. No tenemos programas de atención y los dejamos habitar en las calles con una especie de sentimiento de culpa colectiva por no darles oportunidades. Mi punto de vista es que estamos creando una capa social que piensa que la única forma de vida es pedir ayuda provocando lástima, entre más grande y dramática, mejor; haciendo a un lado el hecho de que, ese portento de inteligencia que es el ser humano que habita hoy este mundo, es el resultado de una evolución que ha perfeccionado nuestro cuerpo y mente para sobrevivir en circunstancias difíciles.
Bajo esta lógica de modo de pensar, cada vez que damos una limosna, estamos fortaleciendo esta visión del mundo construido en torno a la lástima.
El problema es que, de un modo u otro, estamos todos conscientes de que esto no se va resolver simplemente negando una limosna, como tampoco se resuelve la vida con los pocos pesos que damos a estas personas. Entonces viene la pregunta ¿qué hacer en lugar de dar limosnas?
El fin de semana pasado encontré una respuesta. Podemos impedir que la gente vaya cayendo sin esperanza en esta alternativa si procuramos que su entorno sea lo suficientemente productivo para permitirles vivir dignamente. En la tienda naturista Manzana Gourmet ubicada en Miguel Ángel de Quevedo en el sur de la Ciudad de México, encontré un exhibidor que vendía productos de la marca Pueblos y Selvas, en donde explicaba que además de ser productos orgánicos, se buscaba que los productores tuvieran mejores ganancias.
El producto es en efecto unos pesos más caro, pero su diferencia es similar a lo que damos en limosnas, por lo que es un esfuerzo que tiene sentido.
Es probable que detrás de estas marcas haya una cadena de corrupción que no beneficie a los productores reales, esperemos que no sea así. De cualquier forma, los limosneros de las calles también están manejados por otras cadenas de la misma naturaleza.
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