La marca en nuestro universo simbólico

Desde que en 1944, Ernest Cassirer publicó su libro Antropología Filosófica, quizá le quedó claro a antropólogos y filósofos que el hombre antes que un ser racional, es un animal simbólico que no entra en contacto directo con la realidad, si no a través de símbolos que contienen toda una carga cultural, política y parcial de la realidad.

Pero en la vida práctica, sobre todo en la del mundo empresarial, no es un conocimiento común y debería serlo. El símbolo es para el ser humano una especie de ADN de la cultura. Los jóvenes adoptan su propio mundo simbólico y con ello se integran instantáneamente a una concepción del mundo que los distingue de los demás. Al igual que en las fórmulas genéticas, no se necesita de toda la información, sólo es una breve pero poderosa fórmula que se va aplicando a cada práctica social. Sólo eso y así surgen las tribus urbanas, las rupturas generacionales y todas las implicaciones sociales, ideológicas y económicas que envuelven a sus mundos. Pero no es algo que sólo ocurre con los jóvenes, todo mundo, cada uno de nosotros, caemos, elegimos o construimos un universo simbólico, que nos determina nuestra visión del mundo y la forma de interactuar con la realidad.

Si los empresarios estuvieran conscientes de este fenómeno, le darían mucho más importancia al papel de su marca. Buscarían integrarla a un universo simbólico y lucharían por hacer que esta marca se convirtiera en un símbolo de ese mundo.

Vigilarían el empaque, la experiencia del cliente con el producto o servicio, la interrelación de sus empleados y colaboradores con la marca y con sus clientes, conscientes de que su marca al convertirse en símbolo, sería utilizado no sólo como un producto o servicio, si no como un medio para interactuar con el mundo. Es decir gestionarían el desarrollo de su marca o –dicho en términos del argot profesional- harían más branding.

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