Una de las decisiones más prudentes que debe tomar un empresario es la de “despedir” a los clientes malos, es decir aquellos que al final del día no le dejan ningún margen de utilidad o –incluso peor- le hacen perder dinero.
Esta práctica no es nueva. Es incluso sugerencia de expertos muy prestigiados como los de Harvard. Muchos corporativos lo hacen de forma regular. Incluso la mayoría evitan adquirir clientes que no estén dentro del enfoque de la empresa. El ejemplo más cotidiano es el del filtro de la entrada de los antros. Una actividad por cierto sumamente racista y caprichosa pero funcional y lucrativa para los fines que persiguen esos centros de negocio.
El asunto se atasca en las pequeñas empresas. Las cuales, al estar dirigidas por un empresario convencido del servicio y apasionado del negocio, pueden caer en la tentación de no dejar escapar a nadie, incluso al cliente malo que les hace perder dinero.
No son pocos los que me cuestionan porque en mi actividad de trabajo no acepto clientes que quieren comprar por debajo del precio mínimo estándar establecido. En el mercado en el que me desenvuelvo los precios están fuertemente influidos por el valor percibido del producto. El costo es –por momentos- absolutamente relativo, de modo tal que si yo aceptara un cliente a un precio marginal, el ingreso que recibiría la empresa podría ser en su 100% utilidad. Cuando digo que “No”, los que me rodean me dicen que estoy loco.
Quizá sí, pero no por esto. En momentos así hago un esfuerzo por recordar las reglas básicas de la oferta y la demanda. ¿Por qué vender barato un producto que está siendo solicitado? Y a la inversa ¿a quién se le ocurre vender caro un producto que nadie quiere? Por supuesto que en estos procesos de decisiones difíciles la presión social y emocional es muy grande. Es difícil decir que no. Pero regularmente funciona.
Esta práctica no es nueva. Es incluso sugerencia de expertos muy prestigiados como los de Harvard. Muchos corporativos lo hacen de forma regular. Incluso la mayoría evitan adquirir clientes que no estén dentro del enfoque de la empresa. El ejemplo más cotidiano es el del filtro de la entrada de los antros. Una actividad por cierto sumamente racista y caprichosa pero funcional y lucrativa para los fines que persiguen esos centros de negocio.
El asunto se atasca en las pequeñas empresas. Las cuales, al estar dirigidas por un empresario convencido del servicio y apasionado del negocio, pueden caer en la tentación de no dejar escapar a nadie, incluso al cliente malo que les hace perder dinero.
No son pocos los que me cuestionan porque en mi actividad de trabajo no acepto clientes que quieren comprar por debajo del precio mínimo estándar establecido. En el mercado en el que me desenvuelvo los precios están fuertemente influidos por el valor percibido del producto. El costo es –por momentos- absolutamente relativo, de modo tal que si yo aceptara un cliente a un precio marginal, el ingreso que recibiría la empresa podría ser en su 100% utilidad. Cuando digo que “No”, los que me rodean me dicen que estoy loco.
Quizá sí, pero no por esto. En momentos así hago un esfuerzo por recordar las reglas básicas de la oferta y la demanda. ¿Por qué vender barato un producto que está siendo solicitado? Y a la inversa ¿a quién se le ocurre vender caro un producto que nadie quiere? Por supuesto que en estos procesos de decisiones difíciles la presión social y emocional es muy grande. Es difícil decir que no. Pero regularmente funciona.
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